Pandemia y responsabilidad culposa

Texto publicado originalmente en italiano en el sitio Sistema Penale, el 26 de abril de 2020. Traducido con autorización de Sistema Penale por Fernando Londoño Martínez, profesor asociado de la Universidad Diego Portales, Santiago de Chile

1. Desde siempre el hombre ha tenido miedo del mal: del mal criminal, así como del mal natural, de la enfermedad o, peor, de las epidemias. Para aplacar la ansiedad derivada de semejante temor, ha recurrido siempre al mecanismo de la imputación del mal a un sujeto “responsable”: esto permite alimentar la convicción de que de algún modo es posible dominar o controlar el mal, sin quedar inexorablemente a su merced. La elaboración de la categoría de la responsabilidad esconde un inconsciente e irresistible rito de sacrificio del chivo expiatorio.  La civilización jurídica se encarga de mantener bajo control esta necesidad inconsciente del chivo expiatorio procurando adecuar la responsabilidad penal a la medida del poder real del hombre para evitar y derrotar el mal. La responsabilidad que nosotros llamamos culposa es aquella en la que esta función ha sido siempre más difícil; y es que, en cuanto connatural al riesgo inherente a las actividades sociales, la responsabilidad culposa se presta para alimentar la ilusión de que el hombre sabe — o tiene el poder para— controlar, reducir o cancelar cualquier tipo de riesgo, de este modo alejando de sí el mal.

La “culpa penal” de los juristas ha experimentado en estas últimas décadas un proceso de normativización y objetivización; esto significa que su eje ha terminado por identificarse con la violación de reglas cautelares reguladoras de actividades cada vez más peligrosas. En esta dirección ha intervenido mayormente el legislador, persiguiendo con sus múltiples regulaciones la contención de un riesgo cada vez más extendido y cambiante, y cumpliendo de este modo su deber primario de balancear los intereses y valores en juego, a la vez que permitiéndole a la sociedad tecnológica no sucumbir ante el riesgo. En esta dirección se han movido también los estudiosos, en el meritorio intento de asegurar la predeterminación de las reglas cautelares, cual garantía irrenunciable de libertad de quien está obligado a moverse dentro del riesgo inherente a su actividad. Por su parte, la jurisprudencia ha cultivado siempre la idea de que, además de las reglas cautelares prestablecidas por el Estado y las autoridades, existe un deber ulterior y residual de actuar con la máxima diligencia, propia de un agente modelo ideal; ésta es una tendencia comprensible y seguramente —dentro de ciertos límites— legítima, dirigida a maximizar la reducción del riesgo y por tanto la tutela de bienes supremos, como lo son la vida y la salud, esencialmente; pero si no es bien dirigida, es también una tendencia capaz de abrir fatalmente el camino a la regla del “juicio a posteriori”, inconscientemente alimentando el esquema —siempre latente— del chivo expiatorio y la consoladora convicción de que todo riesgo es dominable humanamente.

 

2. En la situación en la que estamos —de cara a un mal tan devastador en sus efectos sobre los seres humanos como científicamente oscuro en sus causas y en sus características biológicas—, nos hallamos obviamente en el reino de la culpa “genérica”; es decir, de la sustancial ausencia de reglas cautelares predeterminadas, probadas y de algún modo consolidadas. Ahora bien, dado que el temor infundido por la epidemia es histórica y antropológicamente uno de aquellos que desborda en el pánico, es del todo comprensible que reaparezcan tendencias dirigidas a aplacar la ansiedad con la búsqueda de responsables. La historia y la literatura ofrecen ejemplos inolvidables de esto.

Hace algunas semanas, causo indignación entre la mayoría la iniciativa de algunos abogados fomentando acciones judiciales contra médicos considerados responsables de descuido y negligencia, indicativas de muerte y lutos. Consecuentemente, en sede parlamentaria se comenzó a hablar de “escudos” legales para proteger a los más expuestos de cara a estas inescrupulosas — y, en verdad, incalificables— iniciativas, así como del riesgo de alguna condena irrazonable. Las dos cosas —la búsqueda de responsables a cualquier precio y la predisposición de anómalos “escudos” legales— se sostienen y se alimentan recíprocamente: y es fácil prever que, una vez adoptada la vía de los escudos, estos terminarán por ampliarse hacia arriba, hacia las posiciones apicales, hasta incluir a los administradores públicos. Una y otra perspectiva encuentran su presupuesto y su alimento precisamente en la culpa genérica: en el peligro de que esta delicada forma de culpa, por así decirlo “sin reglas”, sea manejada sin la prudentia indispensable para que bajo su vago manto no reemerja el espectro del chivo expiatorio.

 

3. Pese a todo, esta culpa “sin reglas” -—que frecuentemente atiende a un agente hasta tal punto modelo que resulta lejano de la realidad (si acaso no derechamente negado por ella)— puede todavía descansar en un criterio orientador, que de ningún modo debe perderse de vista. Antes que nada, y en particular con respecto a los profesionales de la salud, la consideración atenta, minuciosa y escrupulosa de todas las circunstancias concretas en las que se han hallado operando —precisamente sin reglas y en situación extraordinaria— los diversos sujetos llamados a hacer frente a un riesgo ampliamente desconocido. Y luego, con respecto a los administradores, el hecho de que la discrecionalidad institucional de sus decisiones no puede, en principio, convertirse en fuente de responsabilidad penal por el sólo hecho de que habría sido posible decidir mejor para una más eficaz tutela de la vida y la salud: esto significa que el error no es por sí mismo necesariamente culpable. El ejercicio de la discrecionalidad genera responsabilidad penal sólo cuando en la decisión se haya alterado groseramente el orden de los valores-fin cuya ponderación explica la concesión de aquel poder discrecional.

Nuestra judicatura está, por tanto, llamada a ejercitar aquella única prudentia que logra mantener equilibrada la culpa “sin reglas” en la línea de la responsabilidad, sin hacerla desbordar en el esquema del chivo expiatorio. No dudamos, pues, de que seguramente dará prueba de estar a la altura de su tarea de custodia de la civilización jurídica, también en el momento en el que la hostilidad de la naturaleza parece sacudir hasta nuestras mismas instituciones jurídicas.